martes, 26 de agosto de 2014

PERROS

Matías Aldaz

Dolores se acuerda del día que fuimos a la casa del brasilerito.
Y de que jugamos al fútbol de botón con fichas del Flamengo y del Fluminense.
Tercer… cuarto año de la secundaria, por ahí, me dice.
Tercero, le digo.
*
De aquel día pasaron veinte años.
Ahora, en este bar del centro donde estamos sentados, a Dolores se les cierran los ojos.
No bosteza.
No parpadea.
La cabeza se le viene para adelante.
Alcanzo a poner mi mano antes que dé contra la mesa.
Se la apoyo con cuidado.
*
Una vez me contó que en ese momento deja de tener el control.
Que no puede hablar.
Ni siquiera mover la boca.
Que a veces, cuando llega a presentirlo, intenta pegarse un cachetazo.
O se pellizca hasta casi cortarse, pero que es sólo una reacción.
Incluso puede llegar a quedarse con ese cachetazo en el aire, a mitad de camino, o también con las uñas trabadas en la carne mientras duerme.
*
A Dolores la rastreé por Facebook.
Me costó encontrarla porque había muchas Dolores Fernández.
Y porque además en la imagen de perfil tenía la foto de un atardecer en el mar.
Igual intuí que era ella y le pedí amistad y después le hablé.
Hace un rato, cuando apenas se asomó a la puerta del bar, no dudé ni un segundo en saber que era ella.
Aunque está cambiada.
Ahora tiene el pelo negro.
Y alisado.
Ese cambio puede hacer que uno sea otra persona.
Pero que siga siendo la misma.
Tiene un lindo chall multicolor que se sacó mientras se acercaba.
Yo pensé que por suerte no había cambiado la manera de caminar que tanto me gustaba.
Pero le dije: qué lindo chall.
Hizo que no con la cabeza y dijo gracias.
*
La primera vez que la vi dormirse como ahora fue a principio de tercer año, en la clase de actividades prácticas, mientras pintaba una maseta.
Todos pensamos que se había muerto.
Algunas compañeras gritaban como si ya estuvieran en el velorio.
Cuando abrió los ojos yo estaba sentado al lado, mirándola.
*
Con Dolores fuimos amigos hasta él último día de la secundaria en el Instituto Niño Jesús.
Entre aquel día y éste, acá, en un bar del centro a las ocho de la noche, pasaron muchas cosas.
A mí y a ella.
Yo me casé, tuve dos hijos varones, dos perros de mis hijos varones, trabajé durante diez años en la fábrica de azulejos de mi tío y estudié Comercio exterior.
También, después de seis años de casado, me divorcié.
Jimena decidió irse una noche de diciembre.
Entre navidad y año nuevo.
Se llevó a mis hijos.
Dejó a los perros.
A Dolores no le pasó nada de eso.
No se casó, no tuvo hijos, ni perros de sus hijos.
Tampoco trabajó en toda su vida y no estudio más que para terminar la secundaria.
En cambio sí conoció varios lugares casi sin quererlo: la torre Eiffel, el puente de Manhattan, el Parque Güell, la Habana vieja.
La madre la llevaba de acá para allá, y ella se dejaba.
*
La miro mientras duerme apoyada en la mesa y pienso lo que sé sobre ella que ella no sabe.
De aquel día en lo del brasilerito.
Estábamos los tres solos en la casa.
Yo me había ido al baño.
Cuando volví la luz estaba apagada.
Sólo una lamparita iluminaba la mesa de fútbol.
Iba a ir a buscarlos pero escuché un ruido.
Un ruido raro, como un susurro.
Empecé a rodear la mesa.
Legué a la punta y los vi.
Al brasilerito y a Dolores.
Al brasilerito arrodillado, tocándole las tetas como si estuviera jugando con barro.
A Dolores tirada en el piso, dormida, con la cabeza recostada en la pared y la remera de los New Kids and the Block levantada hasta el cuello.
Me quedé paralizado.
No podía mover los pies, ni las manos.
Tampoco abrir la boca.
El brasilerito se dio vuelta.
Há muito tempo qué esperava isto, me dijo en voz baja.
Ahí entendí porqué se había pegado a mí el último tiempo.
Era mi gran amigo del año.
Le levantó la pollera de jean y comenzó a manosearle las piernas de la misma forma que las tetas.
Escuché el ruido de la hebilla.
El ruido del cierre.
El brasilerito se subió encima, se acomodó y comenzó a moverse.
Su cuerpo gordo y grandote tapaba casi por completo el de Dolores.
De vez en cuando ladeaba la cabeza y me miraba de reojo.
Y se sonría.
Hasta que comenzó a jadear.
Gritó.
Parecía que era de dolor.
Se quedó quieto y después se tiró al lado de Dolores.
Agora vai você, me dijo.
Creo que le grité hijo de puta, o algo así, y salí rápido de la sala.
Corrí las siete cuadras hasta mi casa sin parar.
Cuando llegué no se lo dije a nadie.
Ni siquiera cuando mis padres insistieron para que le contara por qué tenía esa cara.
Al otro día la vi en el recreo sentada sola en el patio, con unas castañuelas en cada mano.
Me paré enfrente, la saludé y esperé a que me dijera algo.
Que me reprochara.
Eras mi amigo, cómo me dejaste sola.
Pero no.
Levantó la vista y se sonrió.
Después me contó que el padre la iba a pasar a buscar a la salida para llevarla a la primera clase de danzas españolas.
*
Se despertó como nueva.
Como si hubiese dormido quince horas.
Sin embargo sólo fueron quince minutos.
No se puede hacer nada, es lo primero que me dice, y después mira hacia afuera.
Acá tenés el café que pediste, le digo y pienso en cuánto tiempo pasará hasta que le cuente lo del brasilerito.
No, ya debe estar helado, me dice.
Arrastra el plato con el pocillo hasta el centro de la mesa.
Mamá recién entendió lo que me pasaba cuando me rompí la cabeza en esa fiesta de fin de curso, ¿te acordás?
Me acuerdo, le digo.
Yo había visto a Dolores desplomarse mientras bailaba con una compañera.
Dolores se sonríe.
Es una sonrisa mansa, cómoda.
Yo siento que algo empieza, y que desde ahora todo va a ser más sencillo que antes.
Le pregunto si quiere que salgamos a caminar.
Ahora que ya estás descansada, le digo, y me río, con vergüenza.
Pero ella también se ríe.
Y me dice que sí.
Que encantada.

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