domingo, 29 de junio de 2014

de, CAZA DE CONEJOS

Mario Levrero
Prólogo

Fuimos a cazar conejos. Era una expedición bien organizada que capitaneaba el idiota.
Teníamos sombreros rojos. Y escopetas, puñales, ametralladoras, cañones y tanques. Otros
llevaban las manos vacías. Laura iba desnuda. Llegados al bosque inmenso, el idiota levantó
una mano y dio la orden de dispersarnos. Teníamos un plan completo. Todos los detalles
habían sido previstos. Había cazadores solitarios, y había grupos de dos, de tres o de quince.
En total éramos muchos, y nadie pensaba cumplir las órdenes.

I

Yo sentía pinchazos en las piernas. Al principio no les daba importancia; lo atribuía al pasto y a
los yuyos. Pero luego, cuando el dolor fue subiendo, y un poco más tarde aún, cuando el dolor
y el mareo me hicieron vacilar y caer, vi –antes de que la vista se me nublara y cuando mi
cuerpo comenzaba a retorcerse en los espasmos de la muerte–, vi la araña con ropas de
cazador y sombrero rojo, y mirada perversa y divertida, arrojándome sin pausa los darditos
envenenados a través de su pequeña cerbatana.

II

Al oso amaestrado lo habíamos disfrazado de conejo, y bailaba en el bosque, saltaba en el
bosque y movía las orejas blancas del disfraz. Era penosamente ridículo.

III

Laura gateaba en el pasto. La cosquilla de los yuyos la excitaba, y entonces aparecía un conejo.
Ella lo atrapaba entre sus piernas. Era lindo de ver la cabecita blanca asomando y hociqueando
sobre esas nalgas también blancas. Ella decía preferir los conejos a los hombres; que los
conejos eran de pelo más suave y cuerpo más cálido. Y si ella apretaba un poco demasiado con
sus muslos, al conejo se le nublaban los ojos y moría dulcemente, graciosamente, o aun con
indiferencia.

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