martes, 3 de junio de 2014

EL OESTE

Alejandro Rubio

Las vías del Sarmiento
están torcidas, se doblan.
El acero como garras, fricción
fracasada, marquillas
aplastadas, colillas
echando humo: el tren
pasa, los pibes de Morón lo miran
y gritan: uhhhhhh…
Es el tren bala, es el último invento
de la tecnología japonesa. Los pasajeros
son pasajeros. Los asientos
están rajados y los pies
de esa mujer son los más blancos
que haya visto en zapatos de taco grueso,
la línea del empeine es la de Pelé
y deja imaginar unos dedos pequeños,
de uñas rojas, cuyo roce
en la pija haría palidecer
los más aventurados lances linguales
de Camila, la cubana. Merlo
es una zona de quiosqueros quebrados y artistas del arrebato,
más vale sobrevolarla…
sí, más vale…
más…
Agotado,
este hombre está agotado
ahí parado en el vagón
de las bicicletas, fumando
un faso extra largo, echando
el humo por la nariz; agachado
en la cocina, con la cabeza metida
en el horno, vigila la cocción
de la carne que comerán sus dos hijos, frutos
de apareamientos brevísimos con la mujer
que un día dijo estar confundida
y extrañar Santiago, la casa de los padres,
un tono exacto en el zumbido de los insectos.
Yo soy Dios,
un dios suburbano y destituido
que sabe que la noche del día quince
un escape de gas hará volar la casa;
vacilo entre decirle y no decirle,
pero la decisión la toma él: se baja
en Paso del Rey, dando un salto
que lo hace trastabillar hasta el carrito de los panchos
atendido por un mendocino picaflor del que,
como soy Dios, conozco
la forma artística en que será castrado
durante la siesta de un día de diciembre
por una rubia teñida que
guardará el falo en un frasco de formol
y lo señalará a las visitas, diciendo:
podía hasta tres,
pero ninguna valía nada.
Tengo que terminar antes de Moreno,
tengo que terminar con una frase
digna de Wilde, aguda, mordaz, lúcida
y sonora. Paseo la mirada por el vagón
pero no veo nada, rostros cerrados, cuerpos
desecados, en pose
de descanso militar; por las ventanillas
transcurre el Oeste del Gran Buenos Aires,
perdulario, abrumador, el tiempo corre
y la frase no aparece, sólo palabras
sueltas: concha… pelos… pileta… papa
nicolau… metástasis… dupla…
todos… terminales…
Un morocho
me clava el ojo, un botón
negro que lanza
una acusación:
no estás cumpliendo
con tu deber, no nos estás plasmando
como criaturas vivas, eres inepto,
inútil e incapaz: que te coja un perro.
Los pelos de la concha se pegan en la pileta
y el papa nicolau no frena la metástasis
de la dupla de enanos que se convierte en todos
en el frío viento de los pasillos de las terminales.
La concha tiene pelos
que nadan en la pileta
del Papa Nicolau que bendice
la metástasis de la dupla
que somos todos, terminales.
Concha portaba pelos
en la cara, apoyada en la pileta
pensaba en un papa nicolau
y la metástasis la acechaba
como una dupla de gárgolas presente
en todas las terminales.
Me cago en Wilde.
Moreno. Es invierno. Llovizna.
Las palomas zurean
en la plaza. Los colectivos
se llenan de gente, los barsuchos
se llenan de gente, las casas de la zona
se llenan de gente: vacío sólo está
mi cerebro, ninguna fantasía
se incuba en ninguna célula
nerviosa: treinta y tres años terrenos,
las manos en los bolsillos, una mueca hesitante
en la boca, como quien no se decide
a poner la firma al pie y acabar
con la comedida de una vez.

1 comentario:

  1. Este poema de Rubio es, también, un blues. Podría ser un blues viejo, bien porteño, de Manal.

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