jueves, 7 de agosto de 2014

CUANDO MI CUERPO Y MI CABEZA

Anabel Torres
Cuando mi cuerpo y mi cabeza
empezaron a arder y a hacer incendios,
mi madre, como un bombero enloquecido
me perseguía por toda la casa.

Apuntaba hacia mí, implacable,
el potente chorro de su miedo
y trataba de tumbarme.

Así crecí.

Mi padre fue distinto.

Defendió ante mí, por igual, y con igual vehemencia y convicción
las ventajas del hielo y el fuego.

Cuando mis incendios llegaban
a su máximo punto de fusión
se apartaba, discreto.

Si fracasaban,
me sugería nuevos sitios.
Me daba claves sobre algunos incendios que él había
hecho propios.
Me hablaba de las maravillas de la sombra
o me traía fósforos.

Si estaba lejos, mandaba largas cartas,
celebrando la vida, la palabra,
nuestra común piromanía.

Y siempre agregaba esta postdata:
'Anabel, el dólar es estrictamente para helados
o fósforos'.

Cuando mi padre temía por mi seguridad
- y debió temer, pues conocía no sólo mi gusto por el fuego
sino mi propensión a las quemaduras -
lo hacía solo, en su casa.

Mi madre, criada en San Benito, residente
del purgatorio,
hermosa
como un reguero de mandarinas
cuando no estaba de turno,
con su risa de cerezos y pájaro en sus días libres,
al morir me amó por encima de todas las cosas:
No permitió que yo heredara su manguera.
La devolvió a su familia,
a la casa de donde era intacta.

Mi padre, al morir hace tres años, siguió muriendo.
Logró tan difícilmente morir, que incluso
desde entonces
ha salido ileso de algunos atentados.

Amaba tanto la vida. Era tan vigoroso
frente al frío.
Era tan rico en incendios.

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